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Sólo humo

Autor: Muñoz Molina, Antonio

Mata más el tabaco que las guerras.

Mata más el tabaco que las guerras. Las cifras aparecen detalladas en un revelador libro del historiador Allan M. Brandt sobre el siglo del cigarrillo, ese objeto cotidiano cuyo consumo crece entre los jóvenes. Los mayores criminales del siglo XX no fueron ni Hitler, ni Stalin ni Mao Ze Dong, ni las peores mortandades las causaron las dos guerras mundiales o las epidemias masivas. El criminal más dañino, el virus más letal, ha sido el cigarrillo, cuya edad de oro coincide casi exactamente con ese “siglo corto” del que hablan los historiadores, que va de 1914 a 1989, del comienzo de la Primera Guerra Mundial a la caída del muro de Berlín. Fue precisamente en la guerra del 14 cuando se generalizó el hábito de fumar cigarrillos manufacturados industrialmente, menos populares hasta entonces que el tabaco de pipa o los puros, incluso que el tabaco mascado. Cabe la posibilidad de que, dentro de un siglo, la idea de fumar cigarrillos en lugares públicos parezca tan repulsiva y tan improbable como nos parece a nosotros la de masticar tabaco y escupir saliva marrón, bien en recipientes situados al efecto o simplemente en el suelo, como observó Dickens que se hacía en Washington.

La Primera GuerraMundial empezó en el siglo XX y trajo la costumbre de fumar cigarrillos, igual que la mucho menos perjudicial de llevar reloj de pulsera. Un año antes de la caída del muro, en 1988, se estableció la evidencia irrefutable de que la nicotina es una sustancia altamente adictiva. Hasta entonces, las compañías tabaqueras lo habían negado con todo lujo de argumentos de aparición científica, igual que negaron durante muchos años y ocultaron lo que ya sabían, que el tabaco mata. Mató en el siglo XX a unos cien millones de personas y sigue matando cada año, sólo en Estados Unidos, a medio millón: más que el sida, las drogas ilegales, el alcohol, el suicidio y el homicidio juntos.

Las cifras están en un libro muy reciente, The cigarette century, del historiador Allan M. Brandt, que en seiscientas páginas en una enciclopedia alucinante de todo lo que puede saberse sobre ese objeto cotidiano y trivial que en un país como España sigue estando casi en todas partes, en tantas menos que gesticulan, en los labios de tantas personas que apenas reparan en él, pero que sufrirían un grave contratiempo si no lo tuvieran, consumido y tirado por el suelo en cualquier acera, deseado o añorado, maldecido.

En las películas de la edad dorada de Hollywood, las mujeres más hermosas sostenían cigarrillos y expulsaban despacio el humo para ser más seductoras, y los hombres para ser más viriles. En los años veinte, en el mundo convulso al que habían regresado convertidos en fumadores los veteranos de la Primera Gran Guerra, los cigarrillos eran un símbolo de la emancipación femenina, igual que las faldas y las melenas cortas y los labios pintados de rojo. Algo en sí mismo es casi nada, que se disuelve rápidamente en humo y ceniza, podía serlo todo: la masculinidad, el desafío sexual, la libertad de costumbres, la ruptura con lo establecido. Gángsteres y escritores posaban con un cigarrillo en los labios. Alguien que pedía fuego estaba sugiriendo, ofreciendo o solicitando algo más. No fumar, para un hombre, era no ser hombre del todo.

En las revistas ilustradas y en los anuncios de televisión de los años cincuenta aparecían médicos con bata blanca aconsejando ciertas marcas de cigarrillos.

En las revistas ilustradas y en los anuncios de televisión de los años cincuenta aparecían médicos con bata blanca aconsejando ciertas marcas de cigarrillos. El tamaño del negocio de la ceniza y el humo ha sido y es inconcebible: casi tanto como la escala del desastre y el cinismo de las compañías tabaqueras, de los abogados que las han defendido, de los gobiernos y los parlamentos que han sido manipulados y corrompidos por ellas. El libro de Brandt es una crónica de la codicia y del poder corruptor del dinero, más corrosivo que las farsas políticas de Bertolt Brecha. También un estudio de los mecanismos psicológicos y neurológicos de la adicción, ese fenómeno tan misterioso en virtud del cual un organismo busca obstinadamente su propia destrucción, o de la no menos misteriosa capacidad humana para el autoengaño.

El siglo de los cigarrillos ha sido también el de la publicidad. No habría llegado a ser tan poderosa sin las montañas literales de dinero de los anuncios de tabaco, que han asociado embusteramente su consumo a todos los espejismos de la vida moderna: a la salud, a la juventud, al deporte, a la creatividad, al éxito.

Viene siendo un siglo letal, pero va a ser mucho más largo: el descenso del consumo de cigarrillos entre los adultos de Europa y de Estados Unidos se compensa con su crecimiento aterrador entre la gente joven y en los países atrasados o emergentes.

Uno termina el libro con una mezcla de gratitud por todo lo que ha aprendido, de resignación y de ira. Una de las pocas cosas que se pueden afirmar con seguridad del siglo XXI es que los cigarrillos matarán en él a muchas más personas de las que mataron en el XX.

 

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