Autor: Domínguez, Montserrat
¡Sopla! ¡Sopla!, me ordena la enfermera a voz en grito. Y yo voy y soplo, como si de ello dependiera mi vida. Acabo de cumplir 25 años como fumadora y me hago a la idea de que la espirometría es como soplar las velas de una inmensa tarta de despedida, recubierta por los beneficios que he ido aportando día a día, cajetilla a cajetilla, a las tabacaleras.
Como creo que mi contribución ya ha sido suficiente, me dispongo a decir adiós al cigarrillo, ese gran compañero de mi vida. No recuerdo un solo momento importante en el que no haya estado presente. Gracias a él, las amistades han sido más profundas, las noches más intensas, el sexo más placentero y más fácil el hecho de concentrarse para escribir unos párrafos en el ordenador. ¿O quizás era todo un espejismo? Los exfumadores que conozco no se ponen de acuerdo: algunos aún dan saltos de alegría, mientras que otros llevarán para siempre prendida en los ojos la nostalgia por la calada.
La nueva campaña de Tráfico incide en que cada uno hagamos nuestra cualquiera de las múltiples razones que hay para llevar el cinturón de seguridad. Algo parecido ocurre con los fumadores: hay mil y un motivos para dejarlo, pero sólo uno es el resorte definitivo. Este es el mío: ayer mi hija, que acaba de aprender a juntar letras, leyó en el paquete “Fumar puede ser causa de una muerte lenta y dolorosa”. Y la angustia que reflejó su carita, con apenas seis años, es la razón que finalmente he hecho mía. Se acabó, adiós. Y que la fuerza (de voluntad) me acompañe.
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